El país de Pacific Rubiales

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De tanto oír que "Pacific es Colombia y es para ti", comienza uno a tener dudas.

Lo repite a diario la W. Semana hace eco al financiar con un aporte de la petrolera su aniversario 30. Cable Noticias, que cuenta entre sus accionistas altos ejecutivos de Pacific, responde indagaciones de la DIAN a la empresa con una nota que parece un publirreportaje. Kien & Ke resalta la “filantropía estratégica” y “el factor humano de Pacific Rubiales” en un informe que bien podría ser parte de esa estrategia. En fin, ustedes saben de qué estoy hablando, porque la publicidad de Pacific es tan ubicua como sus patrocinados: la Selección Colombia, los delfines rosados, el Festival de Verano de Puerto Gaitán, el Real Cartagena, el folclor llanero, el torneo de golf con Bill Clinton y Juan Manuel Santos.

 

—¿Cuál es el inconveniente? —preguntarán algunos. Uno inicial es que semejante ostentación puede ser contraproducente incluso para la imagen de la empresa, como lo comentaron Héctor Riveros y María Elvira Samper en sus columnas sobre el tema. Un presupuesto de publicidad que rondaría los $30.000 millones hace sospechar que hay algo que se quiere eclipsar —quizás los líos laborales del año pasado, o las preguntas sobre sus contribuciones al fisco—.

Pero creo que los problemas son aún más serios y tienen que ver no sólo con Pacific, sino con otras empresas y su influencia en un país que dejó de ser cafetero para ser minero y petrolero. Mejor dicho: si Pacific es Colombia, hay que preguntarse en qué queda Colombia. Y si ese país es para ti.

El primer problema es que las empresas tienden a ser más fuertes que el Estado en las zonas de economías extractivas. Piensen en la Orinoquia, donde está Pacific, o en La Guajira, donde opera El Cerrejón. En la época de las repúblicas bananeras el dilema tenía una solución simple: la empresa era el gobierno local. Pero los tiempos han cambiado. Los escándalos —desde el de Chiquita en Urabá hasta el de Shell en Nigeria— han dado lugar a regulaciones internacionales, como los principios de las Naciones Unidas sobre empresas y derechos humanos.

La respuesta corporativa ha sido toda una industria de responsabilidad social empresarial. Por eso no hay compañía minera o petrolera que no tenga su propia fundación. Muchos de sus aportes —becas estudiantiles, donaciones a causas valiosas— resultan indispensables para sus beneficiarios. Pero el altruismo corporativo tiene su costo y sus condiciones. Su finalidad natural es mejorar la imagen de la empresa; de ahí que la filantropía estratégica sea llamada también “marketing filantrópico”. Por eso también es natural que no financien a los críticos: los medios de comunicación que hurguen demasiado en sus asuntos, o los políticos demasiado independientes. Pacific ha ido más lejos, al perseguir ante la justicia a un periodista y, con sus malos antecedentes en la materia, coquetear con la compra de El Tiempo, y ahora de Caracol Radio.

El problema es aún más agudo en la escala local. Si una compañía minera o petrolera es la que paga las fiestas patronales, financia servicios públicos, auspicia ONG, patrocina medios, ¿quién queda en el terreno para supervisarla? Si las empresas se resisten a pagar más impuestos al Estado nacional y en lugar de ello se convierten en una especie de Estado local mediante “alianzas público-privadas” demasiado estrechas, ¿dónde queda la línea entre el sector público y el privado? Son las preguntas que hoy se hacen comunidades de todo el país, como las que están denunciando los efectos ambientales que tendrían los planes del Cerrejón de desviar el río Ranchería para explotar carbón en su lecho.

“Pacific nos tiene como hijos”, dice una sonriente campesina llanera en uno de los videos publicitarios. Ese es el problema: que en la Colombia de Pacific hay hijos y clientes. Pero faltan gobernantes y ciudadanos.

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