Vendedores ambulantes de tinto Un oficio con olor a calle y café —Crónica—

Observatorio K.

En el hogar de Blanca se respira café. El olor dulzón penetra todas las habitaciones y hasta se percibe afuera, en la calle Niquitao, del centro de Medellín. Esto porque su negocio es preparar tinto al por mayor, y surtir a los vendedores ambulantes que en la calle lo expenden en termos.

Blanca es una mujer de 33 años de edad, cabeza de familia porque enviudó muy joven. Tiene los ojos claros, la piel blanca y dos hijos: un niño de once años y una joven de 14, quien en los ratos que no está en el colegio le ayuda en la cocina.

 

En la cocina el aire es bochornoso, y el vapor de dos inmensas ollas de cien litros cada una, ambas llenas de tinto caliente, hacen que los vidrios se empañen. Sobre una repisa hay varios termos vacíos, sobre otra hay varias torres de vasos plásticos, y sobre una mesa están los tarros con el azúcar, el café y la leche en polvo; porque también prepara colada, aunque en menor cantidad que el tinto.                                                          Blanca, en su cocina

Daniela, como se llama su hija, escucha el timbre y sale a atender a un vendedor que ha llegado para que le llenen cuatro termos: tres de tinto y uno de colada. Entonces se acerca a una de las inmensas ollas, de la que saca tinto caliente que vierte en los tres termos. Luego repite la acción con la colada, que saca de una olla más pequeña. Y el timbre no para de sonar porque actualmente Blanca atiende a 35 vendedores fijos.

“Yo primero vendía almuerzos, y tenía una muchacha que por la mañana me colaboraba en la cocina y por la tarde vendía tintos. Hasta que un día me propuso que le dejara hacer el tinto en mi casa, para no tener que hacerlo en la suya, y que me pagaba por ese servicio. Después trajo a otros vendedores que también querían surtir aquí, y así empezamos el negocio y nos fuimos expandiendo. Un vendedor traía a otro”, recuerda Blanca.

Así que cuando el negocio se le agrandó dejó de vender almuerzos y se dedicó por completo a los tintos, que le dan mayor rentabilidad. Ella fue la primera que en Niquitao montó una fábrica de tinto para venderlo por termos a los vendedores ambulantes que recorren las calles del centro de la ciudad. Ahora en este sector ya hay varias señoras que hacen lo mismo.

Itinerario del oficio

A las siete de la noche Blanca cierra la venta de tinto, hora en que comienza a arreglar y limpiar la cocina y las ollas, que deja llenando con agua de manguera mientras recibe a algunos vendedores ambulantes que guardan sus pequeños coches en el corredor de su casa. Luego se va a dormir. Se levanta a la una de la madrugada para poner a calentar la olla con el agua, que como se demora para hervir le permite una hora más de sueño. “Y ahí sí me despierto del todo y empiezo a hacer el café”, dice. El primer vendedor toca el timbre a las cuatro de la mañana.

“Este oficio es duro, pero me da para sostener mis dos hijos, pagar el arriendo y las cuotas de una deuda que tengo con el banco. Lo único maluco es que me mantengo alcanzada de tiempo y de sueño. Pero sin embargo mire: no me dan ojeras ni nada”, dice sonriendo.

Otra de sus quejas es el precio del café, que cada vez está más costoso. “Ha subido que da miedo. Hace tres años un bulto de café valía $250 mil, ahora vale $400 mil”. En cambio, el precio para los vendedores que llegan con sus termos sí permanece invariable, porque sabe que en la calle nadie da más de $500 por un tinto.

Diariamente Blanca vende unos 300 litros de tinto (de a litro por termo). “La gente hace cuentas por encima y cree que gano mucha plata. Pero no cuentan que hay que pagar el agua y el gas. Además, cada mes me toca comprar una docena de termos para reponer los que se dañan o se pierden, cuando no es que se los roban. Para compensar algo esas pérdidas cobro el alquiler de cada termo a $300 el día. Hay unas temporadas mejores que otras. En diciembre, por ejemplo, se venden hasta 700 litros de tinto”, dice.

Álvaro y su carrito cafetero

Entre tanto, varias cuadras abajo de Niquitao, en el sector de La Bastilla, Álvaro, uno de los clientes de Blanca, recorre el Centro Cultural del Libro con un pequeño carrito que impulsa con sus manos. A bordo lleva 25 termos (a $400 cada tinto), perico y chocolate (a $500). También vende pandequeso. Sus principales clientes son los vendedores de libros y los trabajadores  de los almacenes aledaños.

Álvaro empezó a rebuscarse con los tintos hace 18 años, cuando se quedó desempleado. “Yo trabajaba en una fábrica de plásticos, pero el dueño me trasladó a Rionegro, y tuve que renunciar porque ya me quedaba muy lejos. Quedé sin nada, y sin saber qué hacer. Y como a uno viejo ya nadie le da trabajo, y tenía tres hijos pequeños y una esposa qué mantener, me dediqué a vender tinto”, cuenta, mientras recorre los pequeños locales de los libreros. A los más conocidos les fía. “Yo les llevo la cuenta de los tintos que se toman. Unos me pagan al final del día y otros al final de la semana”, agrega.

Fue un amigo suyo, que trabajaba vendiendo tinto en el Parque Berrío, quien le dijo que el negocio era rentable. Es más, como no tenía idea de cómo se hacía un tinto, su amigo se ofreció a enseñarle. Con la liquidación que le dieron en la fábrica de plásticos compró un cochecito y 15 termos, y desde entonces el negocio le ha dado para sostener su familia.

Confiesa que en un día se puede hacer entre 40 y 50 mil pesos, o sea por encima del promedio en el oficio. Su secreto está en que, a diferencia de los otros vendedores que compran el tinto hecho, él lo que hace es alquilarle a Blanca un fogón, por $4 mil diarios, para hacer su propio tinto. “A unos pocos ella nos hace ese favor. A mí me gusta hacer mi propio tinto para  tenga un sabor único, que ya el cliente identifica”, explica.

Álvaro llega a la cocina de Blanca a elaborar su tinto de sabor único a eso de las cuatro de la mañana, y dos horas después ya está en la calle vendiéndolo. “Yo estoy acostumbrado a madrugar, por eso no me quejo. Además trabajo tranquilo, por un sector donde tengo mis clientes fijos. Eso sí, sólo trabajo hasta las dos de la tarde”.

Aunque ya debería estar jubilado, Álvaro no sabe lo que es una pensión, ni está entre sus planes. Sabe que para pagar el arriendo y comprar el mercado de su casa, debe seguir vendiendo tintos.

Lina Marcela

Lina Marcela lleva menos años que Álvaro en el oficio: ocho, y con este oficio ha logrado levantar sus cuatro hijos. Su área de trabajo es el Parque Berrío, donde, dice, no es fácil posicionarse. “La gente ya me reconoce, tengo clientes que no me abandonan, pero en el parque ya hay mucha competencia, mucha gente vende tinto”.

Lina María vende el tinto a $300, precio promedio en el parque, y los 6 termos que tiene los llena también en Niquitao, en otra casa distinta a la de Blanca. También vende cigarrillos, chicles y minutos de celular, pero así y todo lo que gana no le alcanza para cubrir todas sus necesidades, a pesar de que trabaja de ocho de la mañana a ocho de la noche.

“Me gano diariamente entre 25 mil y 35 mil pesos, y con eso compro la comida del día porque no me da para hacer un mercado mensual. Yo soy madre soltera, no tengo quién me ayude, y la plata siempre es una sufridera: que hay que pagar el arriendo, que los niños necesitan comprar una cartelera, que hay que despacharles el algo, y a veces ni para eso tengo”.

 

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