Por: Wilson Arias Castillo
Las presiones a nivel mundial sobre los recursos naturales y las tierras de manera particular, han llevado a que en Colombia se impulse un modelo de desarrollo rural excluyente, que agrava el histórico problema de la concentración de la tierra. La Altillanura, nuestra última frontera agrícola, ha sido el escenario propicio para ese Modelo.
Allí confluyen el abandono estatal, el desplazamiento, la presencia de grupos armados ilegales y el narcotráfico, tras todo lo cual han llegado empresarios “de manos limpias”, nacionales y extranjeros a comprar tierras masivamente. A diferencia de en muchos otros temas, nuestra exigencia no fue que se aprobaran leyes u otras medidas más garantistas, sino que nos limitamos a exigir el cumplimiento de la Ley, que prohibía la acumulación de tierras provenientes de procesos de reforma agraria. Es posible que el mecanismo planteado frente a casos de acumulación - las demandas de nulidad – no sea el expedito, como lo demuestra el hecho de que ninguna haya tenido éxito. Solicitamos también alternativas para castigar a los acumuladores y redistribuir la tierra, que nunca aparecieron.
Esas exigencias no ha sido escuchada, como lo indica el balance de nuestras denuncias. Al contrario, aun en tiempos de post-acuerdo y a pesar de que el desarrollo rural fue el primer punto del Acuerdo con las FARC, se ha venido legislando para satisfacer los intereses de los grandes inversionistas del campo.
Tras la lectura de estas páginas, es posible que quede una pregunta en el aire: “¿Qué hacer?”. Sin duda, parte de la tarea es insistir en las denuncias y exigir que algún día las tierras mal habidas retornen al Estado para ser distribuidas entre quienes la necesitan. La otra parte es pensarse un modelo alternativo y democrático para la Altillanura, que se contraponga al monocultivo, de gran plantación y de vocación exportadora como único referente para esta región. A continuación nos atrevemos a lanzar algunas ideas en esa dirección, que seguro deben ser discutidas con mayor profundidad entre los actores involucrados.
En primer lugar, la situación de la Altillanura no puede verse por fuera del contexto nacional. Si esas tierras alejadas y de difíciles condiciones fueron ocupadas por colonos hace algunas décadas, se debió a la violencia, la concentración de la tierra al interior de la frontera agrícola y a la falta de una política de desarrollo rural seria. No deben entonces olvidarse los esfuerzos por una reforma agraria verdadera en todo el país, pues no todos los problemas del agro están en la Altillanura ni todos quedarían resueltos con el desarrollo de esa región.
En segundo término, cualquier decisión que se tome sobre el futuro de la región y el manejo de sus tierras, debe hacerse partiendo de as necesidades de la propia región, de su conocimiento profundo, de un diálogo franco y democrático con sus pobladores, que respete su cultura y tradiciones. No puede seguirse gobernando para todo el país desde un escritorio en Bogotá, desconociendo las particularidades de cada región, como es la usanza de nuestros gobernantes.
Tercero, el uso de la tierra y los demás recursos naturales de la región debe darse respetando las más altas exigencias en términos ambientales. El modelo agroindustrial a gran escala tiene fuertes implicaciones en términos ambientales, que se evidencian en diferentes regiones del país y que no pueden replicarse en la Altillanura, como de hecho ya se empieza a observar. Más aun, debido a la riqueza y fragilidad de los ecosistemas de la Orinoquía.
Cuarto, la política pública y los incentivos del Estado deben estar al servicio de las mayorías y de los más necesitados. No puede seguir ocurriendo como hasta ahora que, mientras el colono ha estado abandonado históricamente por el Estado, los empresarios más grandes y provenientes de otras regiones, incluso extranjeros, reciban una serie de prebendas para desarrollar sus tierras mal habidas.
Quinto, el desarrollo agrícola de esta y todas las regiones del país deben darse alrededor de un principio básico: garantizar la soberanía alimentaria del país y superar todos los problemas de hambre, desnutrición y altos precios de los alimentos. La tierra no puede concentrarse en la producción de biocombustibles, commodities agrícolas para el mercado exterior, actividades extractivas como el petróleo y mucho menos, para la mera especulación inmobiliaria. La tierra debe estar al servicio de la producción de alimentos.
Sexto, los Llanos Orientales debieran ser un espacio para la reivindicación del campesinado, los colonos y pequeños productores. No se puede permitir la hegemonía del discurso según el cual el único modelo viable es el de las inmensas plantaciones. Hay que reivindicar experiencias y estudios académicos que resaltan la eficiencia de la producción a pequeña escala, aun en tierras como las de la Altillanura.
Por último, el uso de la tierra debe ser respetuoso de los Derechos Humanos, de los derechos de las comunidades indígenas, cuyos conflictos con la población colona deben ser resueltos y de ninguna manera puede venir a consagrar situaciones de violencia y despojo. Al contrario, es momento de conocer la verdad completa y revertir la colonización mafiosa y violenta de Los Llanos y de su relación con proyectos agroindustriales y apropiaciones de tierras.
Estos son algunos puntos para la discusión. Lamentablemente, los planes de la dirigencia tradicional colombiana van en dirección opuesta. Pero no debemos resignarnos ni aceptar esa realidad, hay que persistir en alternativas y utopías.
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