El viejo proceso de paz en Colombia A la puerta de lo nuevo

Linea Formación, Género y luchas populares

Ya podemos contar miles de páginas sobre una noticia producida como declaración oficial el pasado 27 de agosto de 2012, sobre un hecho que sin dudas es trascendental: el inicio de conversaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC.

Sangre y tinta han resultado mezcladas durante mucho tiempo. Como en el actual momento, el conflicto colombiano abastece desgracias para vastas y variopintas bibliotecas, para montañas de libros. Sin embargo, pese a tantísimos y voluminosos diagnósticos provenientes de muchas maneras de ver y sentir, todavía reina más la percepción de que no es inteligible, que nada se aclara en esa guerra compleja, que no es posible entenderla, que una especie de caos lo cubre en ella casi todo. Más cuando a esa historia de oposición armada ininterrumpida de medio siglo, entre un Estado de formalidad democrática y unas guerrillas de inspiración marxista, guevarista y bolivariana, se agrega la existencia de estructuras del narcotráfico o la aparición de grupos paramilitares, presentados como poderosos agentes y tramas particulares con vida propia. Se enredaría así tanto la realidad que sería falso un entendimiento purista, típico o clásico basado en el antagonismo político.

De esa mirada en el supuesto laberinto que aconsejaba no repasar remotos orígenes del conflicto, vaciándolo así de contenido histórico y de causalidad socio-económica y política, se alimentó la tesis funcional de la ininteligibilidad y la anomia, junto a la idea de que el Estado demoliberal estaba siendo atacado por dos extremos violentos, uno en la izquierda y otro en la derecha. Por lo tanto, el corolario de todo ello era que no había nada más urgente e importante por resolver que el problema de esa clase de violencia irracional ejercida organizadamente contra la institucionalidad por delincuentes de distintas siglas. Desde ese enfoque resultaban homologables los “ilegales”. Un signo fue con los años su equiparación con la desaparición del delito político. Desde 1980 fue cada vez más usado un término estelar: el “terrorismo”.

Si algún recuerdo romántico quedaba de los años sesenta y setenta, de movimientos guerrilleros luchando contra regímenes coloniales y antidemocráticos, debía difuminarse para el caso colombiano, más cuando el mundo vio caer muros: ya no obraría esa imagen, máxime si la guerrilla cometía permanentes abusos contra la población o estaba vinculada a la producción de drogas. Si algún rezago de pensamiento crítico impugnaba directa o indirectamente a centros de dominio nacional o foráneo, o señalaba que con la violencia política algo tendrían que ver las represiones e injusticias acumuladas en procesos de configuración de países dependientes, de estructuras excluyentes, si algo quedaba de esa versión idealista, debía ser diluida en ácidas demostraciones de que la desigualdad estaba en todas partes y en todas las épocas, y que ante un sólido “orden de derecho”, como el colombiano, con reputada tradición democrática, rotundamente no era admisible el derecho a la rebelión.

Factores regionales y líneas de fuga global acentuaron todavía más dicha interpretación, en la conjugación de realidades y proposiciones políticas e ideológicas de una nueva era planetaria a finales de los ochenta y comienzos de los noventa, en la que se decretó el fin de la historia y de la utopía social, bajo el peso del único modo en que podía ser concebido el mundo, atravesado por la triunfante política de un capitalismo salvaje y militarista. Con sus predicamentos fue poco a poco reduciéndose el pensamiento, despidiéndose la humanidad de las promesas de justicia e igualdad de un sistema internacional y de esquemas de administración nacional que abogaban por la regulación y el bienestar. Poderosos círculos vieron aumentar exponencialmente sus riquezas y dominio. Se impuso de esa forma el pragmatismo que aconsejaba, en cuanto a países con guerras internas que retardaban un encajamiento productivo, ponerles fin no sólo incrementando la presión militar sino también las presiones diplomática, jurídica y política. No se nos escapa que justo lo contrario también fue dictado para negocios de todo tipo y la maximización de ciertas ganancias: el agravamiento o montaje de provechosas guerras.

En consonancia y al amparo de subterfugios y prácticas extendidas por todo el mundo, las elites colombianas explotaron el rótulo de la democracia, la estampa circulante de un Estado de Derecho, para invocar su inocencia y enseñar su condición de víctima y no de victimario. Que nada tenían que ver con la estrategia de guerra sucia o con el paramilitarismo y que las complicidades con el narcotráfico eran también marginales, accidentales, de unos pocos que se habían desviado hacia el rápido e ilegal enriquecimiento.

Han empleado la comunicación de masas y los códigos penales, han pagado el cubrimiento académico e indulgencias. Elites en mosaico: unas liberales de sofá, ayer y hoy; otras más neoconservadoras, mezcla de rigideces religiosas y políticas; unas educadas en el extranjero en modernas corrientes, otras más provinciales; unas muy prósperas seguidoras de los nuevos mercados, otras rentistas de heredades venidas un poco a menos; unas y otras acariciando siempre la refinada justificación nihilista o neofascista de quien asume, desde un escritorio o desde una hacienda, que hay que extirpar a la parte inconforme de la sociedad y tolerar para ello el arribismo de quienes ascienden y son usados para ese proyecto. Una revalidación práctica de la conducta propia y de la de quienes interpretan y cumplen el imaginario de la clientela, de los sirvientes y engranajes necesarios, donde ha habido lugar por décadas para el paramilitar, el narcotraficante, el corrupto.

Se ha ostentado en ese credo y en ese método, con notable lucimiento, que el Establecimiento era en realidad casi un tercero inocente, al que por diestra y siniestra se le amenazaba, siendo en consecuencia su deber salir a flote, no propiciar un Estado fallido. Que el deber era neutralizar y acabar con reales o figurados peligros a lo largo de distintas fases para retornar al orden.

2. Se planifica y se ejecuta. Breve recuento histórico para entender lo de hoy

Largamente han meditado y tomado decisiones las elites para producir y tener a su favor ese veredicto de inocencia. Cuando en los cincuenta, entre la violencia inducida por los partidos Liberal y Conservador, lograron descomponer y recomponer el país a su antojo, a punta de un terror (cerca de 330.000 muertos) que aseguró mayor acumulación de tierras para pocos tras el despojo de millones de campesinos. Cuando hacia los sesenta cerraron filas con el “Frente Nacional” en torno al reparto milimétrico de la burocracia y en general del poder entre esos dos partidos dominantes y resolvieron excluir de la rutina electoral a otras expresiones, en aras de la alegada estabilidad. Cuando en los setenta acentuaron un modelo de crecimiento que expulsó a medio país a la marginación e implementaron una represión brutal sin necesidad de caer en los rasgos abiertos de las coetáneas y “repugnadas” dictaduras militares, para aplacar en “democracia” la inconformidad social. Cuando en los ochenta escalaron la guerra sucia contra el movimiento popular, sindical y político de izquierdas. Cuando en los noventa mudaron de Constitución, fijaron la definitiva desmovilización de unos grupos guerrilleros, desarrollaron la política neoliberal y desataron las manos para alianzas hacia el pleno empleo paramilitar y la intensificación de una economía global y local de pillaje.

Elites no sólo sagaces sino bien aconsejadas, en algunas capas convencidas o persuadidas tanto de una doctrina social católica como todavía de los cánones humanistas de cuño liberal o resquicio ilustrado, que hicieron posible desde comienzos de los años ochenta reflexionar sobre la conveniencia de un clima de reconciliación y decidieron, sin dejar de codificar la violencia propia, ensayar con intermitencias la fórmula del diálogo político para obtener el desarme de los rebeldes.

Esa política de paz bajo ciertas condiciones se ha sostenido en diferentes Gobiernos de varias maneras, desde los tiempos del conservador Betancur (1982-1986), quien se refirió entonces a las “causas objetivas” de la violencia política, pasando luego por los liberales Barco y Gaviria (1986-1994), que ganaron la renuncia a las armas por parte de algunos grupos insurgentes a los que a cambio se les dio alguna cabida en el sistema político, quedando por fuera los más arraigados y radicales: las FARC y el ELN. Con éstos se volvería a conversar años después, siendo muy conocido el último proceso de conversaciones con las FARC (durante la presidencia del conservador Pastrana, 1998-2002), el cual, por su fracaso, significó no sólo la justificación o lanzadera de la solución militar frente a la guerrilla, profundizando el llamado “Plan Colombia”, sino de la plataforma propicia para mentalizar sobre una especie de “solución final” neofascista ante el espectro o potencial de organizaciones de izquierda o simplemente de tejido popular, a ser extirpado sobre todo en las zonas de prospección e inversión económica que debían estar limpias de rastros subversivos. La cifra acumulada de cerca de cinco millones de desplazados lo atestigua.

Así se probó el plan de hablar de paz mientras se hacía la guerra, sabiendo que la guerrilla hacía lo propio y que aumentaba su presencia política y su fuerza militar. Una insurgencia que no escondió estar tras una agenda de avances y cambios sociales, que el sistema no concedería, y que lo razonó cuando en la región comenzaron a suscitarse importantes transformaciones políticas (en particular en Venezuela). A sabiendas del fiasco casi todos estaban preparados. Por eso otro plan estaba cocinándose. Pastrana lo ha reconocido varias veces, una de ellas hace pocos días: “Al Caguán llegó un Estado derrotado y salió armado hasta los dientes gracias a mi plan B, que consistió en fortalecer a las Fuerzas Armadas y en conseguir, como se consiguió, la ayuda norteamericana de US$7,5 billones del Plan Colombia que le permitieron a Uribe enfrentar a las Farc, lo cual logró finalmente traerlas, de nuevo, a la mesa. En el Caguán se sentaron las bases para una paz desde una posición de fortaleza del Estado” (diario El Espectador 08.09.12).

Dos personajes en la continuidad: Pastrana, presidente hijo de ex presidente, y Uribe, de quien hablan miles de páginas, muchas de ellas en expedientes judiciales, por confesiones o testimonios de sus socios. Aliado de narcotraficantes desde los ochenta y auspiciador de paramilitares en los 90, fue puesto al mando del Estado en 2002, tras certificaciones de la lógica de una vida política urdida entre la mafia y el gamonalismo. Sabía ordenar porque sabía hacer y contaba con padrinos.

De esa forma, al inicio del presente siglo, adeptos de diferentes estamentos nacionales y extranjeros atornillaron a Uribe Vélez como máxima cabeza y personalidad ejecutora. Aunque no provenía de esa oligarquía férrea y de sus círculos selectos, sí había dado constantes muestras de fidelidad a un proyecto, con sangre fría y temeridad, encajando y encarnando personalmente los componentes más reaccionarios, aparentemente disímiles pero unidos en los resultados de un pacto de gobernabilidad que rayaba a diario en la ilegalidad, compartida por políticos nuevos y de vieja estirpe, por intereses y negocios estratégicos de multinacionales, por administradores nativos, por hacendados paramilitares y narcotraficantes. También por quienes desde la pantalla, el púlpito, la cátedra o la tribuna, moldean letras de una ininteligibilidad útil que argumenta y dibuja, como única salida posible, la barbarie necesaria por encima de la mesura, y la impunidad por encima de la responsabilidad. Mirar hacia otro lado no era problema. El Estado de Derecho se mantuvo así, pudriéndose y volando en mil pedazos.

La mayoría de una sociedad aleccionada hizo lo propio: no oír, no ver, no hablar, y aplaudir. Esto ha recibido el nombre de “cohesión social”. Requería atacar con diversidad de medios legales e ilegales las distorsiones sociales a una economía de mercado y a ese modelo de adhesión que tenía como base la “seguridad democrática” para la “inversión” y el “desarrollo”. Es decir, omitir los controles del declarado Estado de Derecho y al tiempo emplear éste para infundir y articular, con el uso eficaz de la fuerza, objetivos e instrumentos de una “guerra total” contra un enemigo externo (la patentó la visión contra Venezuela) y sobre todo contra un enemigo interno.

Nunca antes en Colombia la propaganda como parte del arsenal autoritario había fortalecido tanto y en tan poco tiempo una “cultura” de alienación, cesión y renuncia, no sólo de efectos éticos sino psico y sociopatológicos, de enervación de la histeria, semejante a la de reconocidas experiencias fascistas. Se abrazó un ideario y el liderazgo del uribismo cuando ya existían pruebas de constituir un circuito corrupto y criminal. Un Síndrome de Vichy a la colombiana: la sintomatología de colaborar o simpatizar con quien hace más servil y empobrece al conjunto de la sociedad.

En materia de paz su modelo fue de transacción y utilización del paramilitarismo como “interlocutor” para trasponerlo o reciclarlo en otra etapa, mientras buscaba, para legitimar éste, poner en la balanza un proceso de sometimiento del ELN, que dicha organización rebelde al final desestimó al comprobar esta argucia y otras. Para Uribe no podía ser ni parecer una negociación horizontal ni con esta guerrilla ni con las FARC, sino implacablemente debía dar lección de que su oferta era la de la rendición, la del desarme definitivo de “los terroristas”. Para ello se impulsaron planes y estructuras que habían sido cimentadas en décadas por encima de referentes éticos y jurídicos del bien común, favoreciendo la expansión e impunidad del terrorismo de Estado mediante acciones directas de las fuerzas armadas gubernamentales o a través del paramilitarismo. Es una verdad absolutamente demostrada. Así como los resultados de beneficio de esa violencia para una economía de despojo y saqueo.

En ese pacto de refundación política proclamado en nombre de la “seguridad democrática”, no era simple espectadora esa rancia oligarquía de linajes y apellidos que se remontan a la historia preeminente del siglo XX. Las castas de los poderosos dueños del país y de agentes económicos en distintos sectores, fueron benefactoras y beneficiarias directas de un modelo a sabiendas abiertamente criminal, pero escabroso incluso en parte para ellos mismos, autoinmune (atacando las células del propio organismo a defender) y a la postre infructuoso si no era capaz de habilitar una transición o apaciguamiento. Se movían así entre la necesidad de que permaneciera Uribe, aunque su genio y figura de salvador estaba pasando a otro tiempo, desgastando y comprometiendo las reglas de un instrumental a recobrar, y la obligación de renovarse para consolidar un programa de país por encima de un caudillo ya empañado, con un entorno contaminado por múltiples investigaciones por narcotráfico, paramilitarismo y corrupción. El atornillado se atornillaba y la madera estaba en riesgo. La “solución final” o “guerra total” no fue tal y se hacía inapelable una irrupción más inteligente y normalizadora, desde adentro y sin franca ruptura.

Dicha alternativa la representó nada menos y nada más que Juan Manuel Santos, el más notable Ministro de Defensa en los ocho años de Uribe en la Presidencia. Político formado en nuevos ritmos, hijo concienzudo y estudioso de esa oligarquía, fue respaldado como expresión aguerrida pero menos peligrosa, igual de ejecutiva y similarmente atractiva para las elites y centros de poder económico y político. Fue posicionando su nombre como heredero en la órbita de un Establecimiento que estaba recompensado con creces a Uribe Vélez. Santos lo halagó poniéndolo a la altura histórica de Simón Bolívar. Lo aduló. Prometió no ceder el legado. No dejar caer el testigo de la lucha anti-terrorista. Lo relevaba para ser su fiel escudero. Las palabras de odio a la subversión que se grabaron con fuego en la piel del país no deberían borrarse.

Pero un nuevo ciclo se abría por diferentes estimaciones o razones, entre ellas la de un cálculo económico. El recurso al diálogo hace parte de esa razón pragmática que también ha virado hacia la guerra como opción. Ante ese umbral llegó Santos audazmente, con la insignia de estar Colombia, “ahora sí” en “el fin del fin”. Debía intentarse por lo tanto abordar a una guerrilla virtualmente derrotada, debilitada en el período Uribe con la combinación de todas las formas de lucha que es capaz de implementar el sistema. Debía intentarse finiquitando en la mesa de diálogos un conflicto negado sistemáticamente pero ahora sí reconocido, descifrable y superable a partir de las claves de quien conmina complementando la obra de una larga guerra con una adecuada propuesta de pacificación convenida, que admite una rendición decorosa de la contraparte.

3. Conversar sí: con derrotados

Esa es la vieja tesis expuesta por López Michelsen, un ex presidente liberal hijo de ex presidente, contemporáneo del ex presidente Santos, el tío abuelo del actual presidente. La mención a las familias no es baladí. En la misma cuna, López dejó esa sentencia, no contradictoria sino plenamente congruente: dialogar con la guerrilla una vez se le someta militarmente. Es más que una frase: constituye un pensamiento extenso desde el cual se adopta un procedimiento racional para ellos, que ya ha resultado eficiente en pasados procesos con otras guerrillas desmovilizadas. Siendo lógico y universal, en Colombia ha adquirido sin embargo una especial connotación.

Más allá de la mecánica militar, esconde una dialéctica que les inculpa, que les señala como dirigentes que han resguardado sus respectivos botines pero que han fallado en un proyecto de República y básica democracia liberal. Una dialéctica que desplaza la problemática principal, la social y económica junto a las garantías del ejercicio político. Viene a significar o traduce que lo importante es conversar sobre el síntoma (la guerrilla y su reincorporación a la vida civil) y no sobre el fenómeno de fondo una y otra vez actualizado en el conflicto: la necesidad de reinserción social del Estado, la reinserción a un compromiso de democracia de los medios del poder político y económico.

Es decir, se piensa qué harán los guerrilleros para deshacerse y hacer parte de la política institucional, pero no qué hará la clase política y empresarial frente a la crisis permanente que regula una violencia estructural en sus expresiones socio-económica y política, con resultados a la vista: el tercer país más desigual del planeta, de vergonzosa indigencia, con índices extremos de marginación (considerando incluso la “irradiación” de los recursos del narcotráfico entre otras piezas de la economía y la sobreexplotación de sectores estratégicos); y galería del ejercicio del terrorismo de Estado, donde deambula el grito por más de 35 mil asesinados, por más de 50 mil detenidos-desaparecidos, por miles de torturados, por millones de desarraigados y miles de refugiados, por el exterminio de partidos políticos de izquierda y sindicatos, por la persecución y criminalización de comunidades y organizaciones populares.

No sólo se trata de dos monstruosidades conocidas, la pobreza y la violencia, sino de sus “intensidades suficientes”, que en condiciones éticas colectivas son o serían escandalosas, inauditas, inadmisibles, y del tronco al cual están sujetas o enlazadas: la impunidad, que las blinda y reproduce sistemática y ordenadamente. Es la mayor rémora, el mayor atascadero para la paz, un trípode en la experiencia primordial, que explica las razones por las que nada fundamental todavía ha sido removido en ese statu quo violento, corrupto y excluyente. Por el contrario: su eficiencia ha sido contrastada. Ciertamente la eficiencia temporal y selectiva, para un par de generaciones de capas prósperas en medio de la guerra, mientras el país como conjunto de las mayorías sociales ha conocido desgarramientos y carencias abismales.

Es el paradigma que se mantiene al día de hoy en el ensayo de los procesos de paz, orientados en esencia por la misma elite cuyo aprendizaje está marcado por dos lecciones: se puede no sólo vencer en parte a la guerrilla por las armas, sino convencerla del todo sobre las bondades y posibilidades dentro del sistema. Si no obligaron a cambios en activo como alzados en armas, nada obliga realmente a que esa transformación social se produzca por la firma de acuerdos de paz, una vez desarticulada la amenaza insurgente. En consecuencia, la paz puede no sólo resultar muy barata, sino ser suscrita como pactos que al final no se cumplen, obteniendo los parabienes y la relegitimación una clase política y empresarial que puede así proseguir con ligeras variaciones en las dos dinámicas concomitantes: el control económico y el control político. Es la experiencia que debe ser reconocida para entender el momento actual.

4. Lo que motiva el proceso del 2012 y año(s) venidero(s)

Existen proposiciones políticas engañosamente diáfanas, que ocultan elementos de la realidad. Una de ellas es la siguiente: si la guerrilla no fue capaz de hacer la revolución en más de 45 años de lucha ¿por qué las elites van a hacer esa “revolución” por ella, ya vencida, mediante pactos o decretos que les obliguen a las clases altas a ceder? Es una pregunta justificada y hecha por los sectores de poder instituido, una interpelación nítida que esconde

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