Por Francisco Gutiérrez Sanín
Desde hace mucho soy bastante renuente a denunciar a la justicia sólo por actuar en contra de una figura pública por quien yo pueda tener alguna simpatía.
Máxime ahora, cuando la deslegitimación enfurecida de los jueces es una de las principales herramientas de una extrema derecha muy corrupta —y no sólo en Colombia—. Por ello, me he mordido la lengua en muchas ocasiones. Rompí esa regla con la indignante ordalía a la que fue sometido el líder indígena Feliciano Valencia, similar a la que han sufrido tantos líderes sociales durante años, pero llevada a proporciones hiperbólicas. Ahora vuelvo a incurrir en una práctica que no me entusiasma; pero lo hago por creer que hay mucho en juego, y no sólo en relación con la paz.
Se trata del caso de Carlos Velandia. En principio, su situación es fácil de describir. Como guerrillero, Velandia fue a la cárcel por diez años. Desde prisión, y después siendo un hombre libre, apostó fuertemente a favor de la paz durante varios gobiernos, incluyendo éste. Cumplió todos sus compromisos, como él mismo lo destaca en una excelente columna que publica Semana (). Ahora retorna a prisión por actos cometidos por el Eln, la organización a la que pertenecía, mientras él estaba privado de la libertad. Velandia no tuvo, ni podía haber tenido, participación (material o como tomador de decisiones) en tales eventos. Al parecer, se le culpabiliza de manera solidaria por hacer parte de la cúpula del Eln de ese entonces.
A mucha gente, entre la que me encuentro, no le queda claro en lo más mínimo porqué Velandia tiene que estar ahora tras las rejas. Pagó su pena con rectitud. No está acusado de haber reincidido. No hay siquiera evidencias circunstanciales contra él. Sólo una levísima, homeopática, sombra de duda: una cierta interpretación del “contexto”. El propio Velandia, con justificada amargura, cree que todo se debe a los “algoritmos” de Natalia Springer, pagados de manera tan generosa y extasiada por el anterior fiscal. En la versión de Velandia, con su caso estaríamos viendo los resultados nefastos de aquellos. De la misma manera que a alguna gente le cae una matera en la cabeza y a otra la coge un SITP, a Velandia lo ha atropellado un algoritmo.
Y es aquí donde la cosa, a mi juicio, se torna decididamente siniestra. Porque el trabajo de Springer jamás se hizo público; los dos, Montealegre y la autora, se negaron a publicarlo invocando motivos de seguridad nacional. Cierto: una parte sustancial de algunos de sus resultados fueron entregados a la opinión, gracias a Juan David Laverde, un periodista acucioso que trabaja para esta casa. Por curiosidad, y porque Laverde me pidió que evaluara uno de ellos, los conozco bien. Me parecieron malísimos. Y no contienen algoritmos, al menos no en el sentido computacional, sino estadística ordinaria combinada con violentología de tres al cuarto.
Pero ese no es el punto. El punto es la violación del principio de publicidad, fundamental para cualquier actividad científica, pero también para el Estado de derecho. El acusado no tiene acceso a la fuente infinita de sabiduría a partir de la cual fue condenado; y no puede tenerlo. ¿Cómo se supone que organice su defensa? ¿No viola eso los supuestos mínimos de un Estado liberal?
Hasta el momento, el resultado del debate sobre los “algoritmos” de Springer y su equipo no había sido claro. Alguna gente comenzó a asociar la palabra a chacota y charlatanería, lo que es deplorable. Pues el algoritmo computacional es una fantástica conquista de la mente humana, y fuente potencial de muchos disfrutes. Programarlos es “adictivo”, como dice el gran Tom Roughgarden. Pero aquel era un efecto predecible en una sociedad acostumbrada a deplorar a la ciencia. Ahora estamos frente a algo mucho más insidioso.
http://www.elespectador.com/opinion/arrollado-un-algoritmo