Por: Manuel Peña Periferia Prensa
Antonio* es un trabajador y honesto como la gran mayoría de quienes habitan las casas y calles de Castilla, comuna cinco en la ladera noroccidental del municipio de Medellín.

Ahí vive y trabaja, este hombre de 43 años; latonero y pintor automotriz de profesión. Tiene siete hijos, tres de ellos con su actual compañera laboral, de vida y de amores, a quien enseñó el mismo oficio que él aprendió con su cuñado cuando apenas era un niño de once años.
Cuando por fin aprendió todos los secretos del arte de remendar carros, curar abolladuras y maquillar autos envejecidos, inició su propio taller. Puertas y guardabarros son la materia prima de sus trabajos, sobre las cuales aplica martillo, cincel, esmeril, masilla y pinturas para renovar hasta los casos más perdidos. Por ese entonces, su sobrino, jefe de la banda “los ototos”, le “permitió” abrir el taller y le dio su protección para que trabajara en el barrio Kennedy, en los alrededores de la Biblioteca Tomás Carrasquilla, donde poco a poco se dio a conocer y se estableció como uno de los mejores y más reconocidos en su oficio.
No faltaba el trabajo y los ingresos mejoraron, pero… cosas y casos que pasan en el submundo de la barriada en Medellín, donde bandas, combos y delincuentes imponen su ley: el primo-protector-jefe de banda fue asesinado y, claro, a rey muerto, rey puesto; el cambio de de reglas no se hizo esperar. Debía comenzar a pagar la extorsión al nuevo jefe que, ante la ausencia del anterior y habiendo observado la exención que gozó por varios años nuestro humilde latonero, dictaminó e hizo llegar la sentencia perentoria: “Tío, ya es hora que pagues la cuota, el primo no está, son cuatrocientos mil pesos, así que pagas o te vas”.
Conocedor de lo que le pasa a quienes no atienden ni obedecen a estos delincuentes y ante la imposibilidad de pagar tan alto precio, prefirió mudarse de barrio. –Dios proveerá–, se dijo, y presuroso echó a andar el carro cargado con sus hijos, su mujer, sus pocos enseres y sus herramientas y pasando por La Esperanza, al barrio Alfonso López fue a dar.
Mismo sector, mismos problemas, otra comuna, otra banda, la de los “matecaña” e igual extorsión. Primero cien mil, luego doscientos mil, ahora trescientos mil. Hay que pagar o irse, o morir si se queda y no paga.
Pagar por el derecho a trabajar, para poder ejercer un oficio, por poseer algo de valor, por seguridad, por ocupar el espacio público. Hay que pagar para no ser víctima de robo o de agresión, para sobrevivir, así sea con miedo, así sea para subsistir de un trabajo informal, sin seguridad social ni pensión y sin aquellos otros lejanos privilegios de un empleo digno. En arriendo, servicios, comida y en la cuota extorsiva que puntualmente debe pagar el primer día de cada mes a la banda del barrio, se va la mayor parte de los ingresos que generan los dos únicos trabajadores con que cuenta el taller: un latonero y una latonera. Es el amo y dueño de un sueño lejano de tener una casita propia, ojalá con garaje para un “localcito” donde tener el taller y poder levantar a los hijos. La protección en la vejez vendrá por cuenta del retorno del amor y el apoyo que cada día da a sus siete hijos. Esa red solidaria personal que se esfuerza en construir en la cotidianidad.
Al preguntarle por el peor chicharrón que le ha tocado arreglar, recuerda sin mucho esfuerzo y con cierta sombra de temor reflejado en su rostro: “El peor… ah sí, fue ese día que estaba haciendo la reparación de un mofle y me sentí sorprendido por un “jalón” que me sacó violentamente debajo de un chevett y al instante estaba suspendido en el aire, cogido del cuello y recibiendo insultos con una pistola montada en la cabeza. Un sujeto mal encarado y corpulento jefe de una de esas bandas que se mueven en la ciudad me pedía que le devolviera el carro: ¡me devolvés el carro o te mato aquí!”
Un mes antes este señor había llegado hasta el taller y con un carro muy 'estripado', sin dinero y con una actitud amigable le dijo: “arrégleme el carro y entréguemelo bien arregladito que yo me voy a Bogotá y cuando regrese le doy su plata completica”.
Para entregarle el carro bien “armadito y organizadito” pidió plata prestada, gastó de sus propios ahorros, trabajó con el esmero acostumbrado hasta ver terminada su labor restauradora y qué sorpresa: este señor, el dueño del carro, llegó con cuatro sujetos bien armados, sacaron una pistola y casi lo matan, de no ser por su mamá que intervino por su vida y lo llevó a los empujones para adentro. Además de llevarse sin pagar ni un centavo por el carro flamantemente reconstruido, dejaron en la puerta de la casa, como aterrador recuerdo de la cobarde amenaza, los orificios que hicieron con sus armas.
Pero la cosa no paró allí. Ocho días después ahí estaba de nuevo el paciente, pidiendo que le devolviera el carro. Entre confundido y aterrado el latonero no alcanzaba a entender lo que sucedía. En cuestión de segundos que parecieron una eternidad, una llamada al celular del hampón amenazador interrumpió el asalto. Aún sin recuperarse de la sorpresa comprendió que otra vez se había salvado; sus amigos le avisaban al agresor que habían recuperado el carro, que estaba en Barrio Triste y que estaba en manos de su mujer. Aun después de aclarada la situación el sicario renovó las amenazas, “si me doy cuenta que sos vos, aquí vengo y te mato”, dijo y se marchó.
Él, como el resto de los comerciantes informales o formales, transportadores y muchos vecinos ya ven como normal y se acostumbraron a la presencia de las bandas que cobran “vacuna”, extorsionan, amenazan, desplazan, asesinan sin compasión, aterrorizan al vecindario y como complemento establecen y controlan las plazas de expendio de drogas ilícitas. ¿Y la policía? Ahí está, bien, a cuadra y media en su estación de policía.
“No es justo, pero tiene que ser así. Se hacen al poder por ellos mismos y se acostumbran a vivir del pueblo”, dice él, aunque a su esposa le parece una injusticia: “No es justo pero lastimosamente el miedo se le mete a uno”.
Cada palabra es medida, no quiere que se mencionen sus nombres, el temor se nota cuando se cruzan sus miradas antes de responder a las preguntas que hacemos, a sabiendas que cualquier indiscreción puede causar una amenaza, un desplazamiento o una muerte. Así es aquí, a quince minutos en bus del Centro Administrativo La Alpujarra y a cuadra y media de la estación de policía. Así es la aplicación de métodos de control social y territorial en la ciudad más innovadora, por parte de bandas criminales que han estructurado un sentido común basado en el miedo y la desconfianza, al que las élites gobernantes de Medellín prefieren evadir en sus intervenciones.
*En el presente artículo hemos recurrido a cambiar los nombres de los personajes y a omitir la referencia a lugares específicos para proteger la seguridad e integridad del entrevistado.
Tomado de: http://periferiaprensa.com/index.php/component/k2/item/1662-medellin-el-miedo-como-sentido-comun














