'Que los mineros no vuelvan', piden en pueblos que le dicen no al oro.

Linea Territorio y despojo

Por: Salud Hernández Mora. El Tiempo

Muerte y daño ambiental quedó en El Palo y Canoas (Cauca) luego de que patrones se llevaran riqueza. Armados de ametralladoras y fusiles, unidades de los Escuadrones Móviles de Carabineros de la Policía controlan desde diferentes colinas un paisaje dantesco.

 

Montículos de arena desordenados y huecos profundos. En las entrañas de esa tierra que fue fértil yacen los restos de un número indeterminado de buscadores de oro. Sacaron trece cadáveres, pero en Santander de Quilichao los que trabajaron en la mina de San Antonio aseguran que quedan al menos otros veinte.

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“Era mucha la gente que se metía en los turnos de tres horas que daban los patrones. Iban por grupos de familiares y amigos. Les asignaban un espacio pequeño; de ancho, apenas para meter el cuerpo. De largo, cinco o seis personas todas pegadas. Por eso había mucho accidente, uno picaba la piedra y a veces le daba al de atrás”, recuerda un minero.

Otros admiten que la ansiedad por hallar un pedrusco de oro y no perder el cupo les endureció el corazón. Cuenta un minero joven que una vez vio cómo la tierra se tragaba a un hombre del equipo contiguo. Nadie le ayudó; no podían perder el puesto. Si lo abandonabas, otro lo ocupaba enseguida.

“Siquiera dejaron ya la joda de buscar muertos. Ya qué, ya se murieron”, me dice un paisa mono y espigado. Está molesto por haber perdido su sustento, por la bulla que originó la tragedia que obligó a clausurar la mina. Ya solo le quedan unas pepitas que necesita vender para irse a otro lugar, donde lo dejen probar suerte. “Hay quienes no tienen para el pasaje; a mí al menos me quedó algo. Hoy están comprando a 63.000 el gramo”, añade.

Fueron cerca de tres años de locura, que terminaron cuando no pudieron tapar tanto cadáver. Y fue imposible porque varios pertenecían a una misma familia y a la comunidad que da nombre a la mina. De haber sido foráneos, sin nadie que los reclamara, como sucede con los que quedaron sepultados para siempre, la actividad no se habría paralizado.

Era mucha la plata que se movía e insaciable la ambición de hallar oro. Los cuatro o cinco dueños de la gigantesca mina de los que hablan en Santander –si bien solo citan a un pastuso de Cumbitara, apodado el Viejo, y un comerciante local que pasó por las cárceles de Estados Unidos por narcotráfico– compraron los terrenos por pedacitos.

Pagaban sesenta u ochenta millones por una plaza (6.400 metros), como llaman en esa región a la fanegada, y lograron acaparar una extensión suficiente para meter unas ciento veinte retroexcavadoras entre las minas de San Antonio y El Palmar. Empleaban las 24 horas del día una legión de cuatro mil o cinco mil enfebrecidos mineros, la mayoría venidos de lejos, y muchos, de otros oficios.

El oro había que venderlo en la propia mina, vallada y protegida por un pequeño ejército de seguridad, que usaba armas largas. Pero también dejaban a una veintena de compradores adquirir las pepitas de los barequeros que tenían permiso de buscar las migajas entre la tierra, a la que le habían exprimido su riqueza. “Un capataz ponía el precio por la mañana. Decía: ‘Hoy, a 63.000 el gramo’. Nosotros comprábamos lo que podíamos; a veces, sin que el capataz supiera, dábamos un poco más para tener mayor cantidad. Y en Cali lo vendíamos por 70.000”, explica un comerciante.

El dinero corría a raudales y los patrones quisieron agrandar su reino.

Empezaron por San Jerónimo, el caserío que se extendía a ambos lados del camino por donde metieron las retroexcavadoras. No solo la veta seguía su curso bajo los arrozales y frutales de unas tierras de más de medio siglo de tradición agrícola; también tenía la ventaja de ser llanura y estar pegada a la carretera principal.

Para su sorpresa, las familias con fuerte arraigo en su terruño, de raza negra, rechazaron sus sustanciosas ofertas. Preferían seguir con su agricultura, que les proporciona un nivel de vida digno, tranquilo y feliz.

“Tiene que estar uno muy ignorante, muy tupido, para aceptarlos. Los de la mina se tiraron el río y con el agua no hay cuento. Si no hay agua, para qué vive usted. Eche piedras a la olla a ver si se ablandan”, le dice a este diario, con un convencimiento contagioso, un campesino de mediana edad y brazos fornidos, que nació, creció y quiere morirse en su finca, desde la que divisa el impresionante cerro Garrapatero, protagonista de innumerables leyendas, y los sembradíos.

No da su nombre, como no se atreve a hacerlo ninguno de sus vecinos. “Si el municipio no hizo nada con la mina porque le daba miedo, imagine nosotros que estamos solos”, afirma.

Señala al río Quinamayó, que recorre sus campos después de atravesar la mina. “Ya no baja agua, solo barro”, indica. Las retroexcavadoras lo anegaron de sedimento y desaparecieron los bocachicos. Los propios labradores debieron contratar máquinas para dragarlo.

Otro agricultor, octogenario, recuerda que nació en esos predios y creció con su familia sin ambición distinta que una existencia amarrada a la Naturaleza, sin sobresaltos y con el bienestar que le proporcionan sus cosechas. “Nos opusimos civilizadamente, sin atropellos. Eso que querían no se podía hacer, no íbamos a dejar dañar nuestra vereda –asegura con voz pausada–. Respiramos sabroso; no conseguimos billete, pero vivimos bien.”

Por el camino destapado de la vereda, en los últimos días han visto pasar una romería de retroexcavadoras, que foráneos suben a las ‘camabajas’ para trasladarlas a diferentes destinos.

“Que los mineros no vuelvan”, suspira el campesino.

Es incierto el destino exacto de los buldóceres, pero todo indica que buena parte seguirá buscando oro en otros huecos, y esconderán un puñado cerca en espera de que baje la espuma del escándalo y puedan entrar de nuevo. “La Policía no puede estar toda la vida cuidando que nadie vaya a las minas –me dice un comerciante–. En algún momento se irá.”

Hay quienes piensan, sin embargo, que a los dueños de la mina no les interesa continuar porque ya sacaron el principal caudal de oro que había.

Algunos, en todo caso, no tendrán que ir muy lejos para seguir en lo mismo. Sobre el río Palo, afluente del Cauca, a hora y media de Santander de Quilichao, en el municipio de Caloto, apareció recientemente la plaga devastadora en forma de maquinaria.

Las retroexcavadoras trabajan junto a la vía que sube por la cordillera hacia Toribío, lo que las hace muy visibles. De ahí que las sacaran estos días porque “toda la zona está caliente”, y ellos estaban cerca del centro urbano del corregimiento El Palo.

Tal vez su temor sea infundado porque, si hace seis meses las autoridades no pudieron adoptar medidas contra San Antonio, por las amenazas de los mafiosos, y eso que está en planicie y a tiro de piedra de todos los organismos oficiales asentados en Santander de Quilichao, será menos probable que intervengan con contundencia en El Palo, un peligroso bastión de las Farc, plagado de milicianos.

“Estamos muy preocupados con esa nueva explotación que comenzaron hace poco –le dice a este diario una profesora–. Acabarán con el río.”

Canoas

El mismo riesgo de El Palo es el que corrían en Canoas, el verde y montañoso resguardo nasa, del municipio de Santander de Quilichao, conformado por dieciocho veredas y 6.018 habitantes. Pero los lugareños se unieron para confrontar a los mineros ilegales que estaban acabando con su río Mondomo y sus campos de plátano, café, fríjol y tomate.

Corría el año 2010. Aparecieron por las trochas de Canoas camionetas lujosas y unos hombres que ofrecían precios astronómicos por fincas pequeñas. Antes de que la comunidad fuera consciente del desastre que se avecinaba, estaban invadidos por una legión de retroexcavadoras y unos dos mil mineros.

“Un día llegó a mi casa un señor a ofrecerme una ‘chiva’ para la comunidad y 300 millones para mí por dejarlos trabajar. Yo era entonces el gobernador. Me acosó durante dos semanas y, como no le acepté nada, me llegaron amenazas al correo de la Acin”, rememora Carlos Andrés Campo. No cedió y buscó la protección de la guardia indígena. Aun así, la minería siguió avanzando.

“Ellos captan a personas claves y le piden a la gente que vaya a trabajar a la mina para que defiendan luego su trabajo y sea difícil sacarlos –explica, y añade que en Canoas los indígenas buscaron oro por décadas–. Pero de manera artesanal, no había ambición.”

Llegó el 2011, estaban modificando el curso del Mondomo y habían abierto cuarenta socavones en el aledaño cerro Munchique, que explotaban día y noche sin descanso.

“Además del daño medioambiental, que era terrible, lo que rebasó la copa fue la violencia y el desorden social que causaron. Vimos papás que se iban tres y cuatro días a la mina y dejaban a sus hijos de 10 años cuidando a los más pequeños”, señala Campo.

Emprendieron una labor de sensibilización en la zona porque ya había muchos comuneros que veían en el oro la oportunidad de ganar unas cantidades nunca soñadas. Entre los cabildos de Munchique de los Tigres, Caldono y Canoas, reunieron a mil quinientos indígenas y se fueron hasta el punto donde había mayores excavaciones junto al río.

Pese a la resistencia inicial de los mineros, los obligaron a abandonar el trabajo, sacar las retroexcavadoras y buscar fortuna en otros parajes. Después fueron al cerro y cubrieron con tierra los huecos.

Su empeño en repeler la invasión no paró ahí. Los cabildos de Canoas, Munchique y Caldono decidieron dibujar una frontera imaginaria, que declararon infranqueable para los buscadores de oro y empresas como AngloGold Ashanti, que tienen títulos en esas tierras. En sus resguardos no tienen cabida.

SALUD HERNÁNDEZ-MORA

Especial para EL TIEMPO

Canoas (Cauca)

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