La hostilidad continua de Estados Unidos hacia Venezuela –y, en menor grado, hacia Colombia– debe leerse como parte de una estrategia más amplia, la cual busca remodelar el poder global en una fase de transición hacia un nuevo orden multipolar.

Imágenes de vídeos de la Casa Blanca que muestran ataques militares estadounidenses contra barcos supuestamente vinculados al narcotráfico.
Por: Alfonso Insuasty Rodríguez. TRT TEXTO EN INGLÉS
Ante la pérdida de su hegemonía global y la consolidación de potencias emergentes como China, Rusia e India, Washington ha optado por reactivar su política imperial basada en la coerción, las amenazas y la imposición del caos como método de control regional.
Lo que estamos presenciando no es diplomacia, sino más bien la diplomacia de la no-diplomacia: una política exterior sostenida por el engaño, el chantaje y la manipulación mediática.
Washington ha justificado sus acciones a través de narrativas de “defensa de la democracia” o “lucha contra el narcotráfico”. Sin embargo, detrás de estos discursos están los verdaderos intereses: el control sobre recursos estratégicos como el petróleo, el oro, el cobre, el gas y el litio, y el mantenimiento de su influencia en América Latina, una región que históricamente ha considerado como su “patio trasero”.
Venezuela está en el centro de esta disputa. Sus vastas reservas de petróleo, junto con la riqueza mineral del Arco Minero del Orinoco, los yacimientos de oro del Escudo Guayanés y los inmensos recursos hídricos del Amazonas, están a la cabeza de las prioridades para el capital transnacional.
Así que la agresión no es ideológica, sino económica y geoestratégica.
De manera similar, el interés de Estados Unidos en controlar Guyana –una nación rica en recursos de gas y petróleo y actualmente involucrada en una disputa territorial con Venezuela– sirve a su objetivo de cercar a Caracas, y consolidar un corredor energético y militar de dominación a través del norte de Sudamérica.
Esta ofensiva se complementa con el reposicionamiento militar y político en Colombia, un país de importancia estratégica para los intereses de Washington.
Desde el lanzamiento del Plan Colombia, que ya cumple 25 años, se ha consolidado un modelo de subordinación estructural en materia de seguridad, inteligencia y doctrina militar.
Bajo el pretexto de “cooperación antidrogas”, Estados Unidos estableció una vasta red de control territorial, logístico y político, que hoy le sirve como plataforma para su estrategia más amplia de contención hacia el sur: dominar el Caribe, la Amazonía y los flujos energéticos de la región.
También es importante destacar el papel de Brasil, un país cada vez más cercado y presionado bajo la misma narrativa de “lucha contra el narcotráfico”.
Una vez más, estamos presenciando cómo el caos es deliberadamente provocado y sostenido a través de esta retórica para justificar la intervención.
La agresividad estadounidense se expresa además en la expansión de bases militares, operaciones encubiertas y campañas de desinformación.
A esto debe añadirse el respaldo a gobiernos complacientes y la desestabilización de aquellos que persiguen un camino autónomo.
Lo vemos claramente en Ecuador, Perú, Argentina y Chile, países donde Washington ha reafirmado su influencia a través de alianzas con élites políticas y empresariales locales, difundiendo el caos como medio de dominación.
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Para Estados Unidos, la inestabilidad no es un problema sino una herramienta funcional para justificar la intervención y perpetuar el control.
Dentro de este contexto, Colombia y Venezuela son piezas clave. La primera sirve como plataforma de proyección militar y política, mientras que la segunda es un objetivo de despojo y control energético.
En ambos casos, el guión es el mismo: generar vulnerabilidad, incitar conflicto interno y emplear el discurso de la “guerra contra las drogas” o la “defensa de los derechos humanos” como pretexto para violar la soberanía nacional.
La lógica subyacente de esta estrategia es clara: Estados Unidos no tolera gobiernos autónomos, dignos o soberanos. Independientemente de qué partido ocupe la Casa Blanca, la política exterior de Washington mantiene una línea constante de intervención y coerción.
En Colombia, de cara a las elecciones de 2026, hay una evidencia creciente de los esfuerzos estadounidenses por influir en el proceso y asegurar que el próximo gobierno se alinee plenamente con sus intereses geopolíticos.
Paradójicamente, esta política agresiva ha acelerado el surgimiento de un orden alternativo.
América Latina está comenzando a mirar hacia otras alianzas: el bloque BRICS, acuerdos de cooperación con China y Rusia, y nuevos mecanismos Sur-Sur.
Las sanciones, bloqueos y presiones contra Venezuela han producido lo contrario de lo que Washington pretendía al fortalecer su determinación soberana y su acercamiento con otros centros de poder global.
En este escenario, la región enfrenta un desafío histórico. Debe construir una profunda coordinación política, económica y cultural que le permita resistir la agresión externa y afirmar su propia visión de desarrollo y convivencia.
Esto no es meramente una alianza de gobiernos, sino una unidad que surge de los pueblos, organizaciones y comunidades que defienden la vida, la soberanía y el derecho a la autodeterminación.
La historia reciente demuestra que dondequiera que Estados Unidos interviene, el caos y el colapso institucional le siguen.
Por el contrario, dondequiera que los pueblos logran afirmar su autonomía, surge la posibilidad de una paz duradera, una justicia social genuina y una integración regional basada en la solidaridad.
Hoy, más que nunca, Nuestra América necesita unidad, claridad y firmeza.
Venezuela resiste con dignidad, Colombia busca la emancipación de la tutela extranjera, y los pueblos del continente se alzan contra las dictaduras del mercado y la dominación imperial.
La defensa del territorio, los recursos naturales y la soberanía no es meramente una causa nacional: es una tarea continental compartida.
Solo a través de una fuerte articulación ética, política y popular podemos poner fin a la guerra perpetua impuesta por el Norte y abrir el camino hacia una paz basada en la justicia, la dignidad y la autodeterminación para América Latina.
Tomado de. https://www.trtespanol.com/article/40cfcb0ead5e














