Discursos hegemónicos y captura de la memoria colectiva como barreras psicosociales para la construcción de la paz y la reconciliación en Colombia

Observatorio K.

Por: Juan David Villa Gómez, Alfonso Insuasty Rodríguez, Daniela Barrera Machado

La disputa por el relato de realidad, hoy, es un frente de lucha incansable. Se trata de una estrategia de control social intencionada para beneficiar al poder instituido: ese poder hegemónico dominante. Es importante identificar las claves de estas formas veladas pero efectivas de manipulación social que buscan incidir en la toma de decisiones colectivas a favor de bloques de poder instaurados.

 

 

Capítulo 7 UNN Villa Insuasty Barrera

CAPITULO VII DEL LIBRO

La realidad descarnada de muchos de los territorios de Colombia pone de manifiesto la magnitud de los daños colectivos que el orden social hegemónico produce sobre el grueso de la población, con la complicidad de gobiernos sucesivos que han sido funcionales a los poderes instaurados.

En este sentido, es clave recordar que la Sentencia, fruto de la audiencia número 16, realizada en el año 1991 por el Tribunal Permanente de los Pueblos -TTP (un tribunal ético internacional)- sobre Impunidad en América Latina, afirmó que Colombia se caracteriza por tener: “Un gobierno formalmente democrático que vive en una inusitada y persistente ejecución de crímenes de lesa humanidad. La violencia institucional (fuerzas armadas y organismos de seguridad), parainstitucional (organismos paramilitares) y extrainstitucional (sicarios y asesinos a sueldo)… persigue acabar con toda persona y organización social, gremial o política que confronta las injustas estructuras socioeconómicas y políticas vigentes.

El asesinato de líderes populares y políticos de oposición, la desaparición forzada, las masacres de campesinos, los bombardeos de zonas rurales, la detención ilegal, son varios de los instrumentos utilizados en la sistemática y permanente violación de los más elementales derechos y se describían los mecanismos de impunidad, que han seguido vigentes durante muchos años” (Tribunal Permanente de los Pueblos, 1991).

En el año 2008, este mismo tribunal, en su Sesión número 33 titulada “Empresas trasnacionales y derechos de los pueblos en Colombia”, condenó al gobierno de Colombia: “Por su participación, directa o indirecta, por acción y por omisión, en la comisión de prácticas genocidas, […] en la comisión de crímenes de lesa humanidad […] y por incumplimiento de sus obligaciones de persecución del genocidio, […] y de los crímenes de lesa humanidad, y en particular de la violación del derecho a la tutela judicial efectiva y de los derechos reconocidos internacionalmente a las víctimas de dichos crímenes. La continuidad de las prácticas de la violencia en contra de los pueblos colombianos y sus derechos fundamentales, en su forma, su gravedad y sus actores está demostrada en la presente Sesión, así como la magnitud de los grupos poblacionales afectados a lo largo de la historia reciente de Colombia” (Tri- bunal Permanente de los Pueblos, 2008).

No solo estas sucesivas sentencias del TPP, sino también en las más de 20 condenas al Estado Colombiano por parte de la Cor- te Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), así como lo que quedó de los proce- sos de Justicia y Paz, lo que va emergiendo en el actual proceso de la Justicia Especial para la Paz y la Comisión de la Verdad, etc., van dejando claro que en Colombia ha te- nido lugar un exterminio, que no solo se ha manifestado desde una dimensión física, sino también a través de la criminalización de las acciones emprendidas por las per- sonas defensoras que intentan revertir las vulneraciones y la impunidad; situación que ha ido alcanzando una magnitud grave en toda América Latina.

Estas formas de eliminación, a través del exterminio y la criminalización, ocurren en un marco de impunidad que abona al escenario antes descrito. Es así como la im- punidad por asesinatos de defensores de derechos humanos ha alcanzado incluso el 95% (Colombia Informa, 2013), siendo éste un fenómeno caracterizado por la falta de investigación, procesamiento y rendición de cuentas de los responsables.

En este sentido, es importante seña- lar que tanto el ataque a periodistas como a la labor de grupos de investigadores académicos que se atreven a poner su mirada crítica sobre estos fenómenos, constituyen una forma refinada de eliminación, que busca evitar la comunicación y análisis inde- pendiente de realidades concretas. Esto nos conduce a reconocer cómo, en la actuali- dad, una herramienta esencial y estructural de eliminación se centra en la captura del relato de realidad: en la captura de las narrativas.

El ejemplo más claro de esto, consistió en presentar los acuerdos de paz entre el go- bierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP)- como un mal para el país, con la intención de borrar de la memoria las rela- ciones estructurales de injusticia, exclusión, despojo, extorsión, los crímenes de guerra de las partes, así como las lógicas de exter- minio del Estado y sus gobiernos. Se propi- ció una marcada violencia narrativa orien- tada a posicionar una sola verdad: la de poderosos señores feudales apalancados en la posesión de la tierra, poder desde el cual han sido fundamento del régimen institui- do. Esencialmente, con la intención de in- visibilizar las relaciones de dominación que dan cuenta de los fenómenos de rebeldía que originan históricamente los conflictos. En esta línea, se construyeron mentiras so- bre el acuerdo -especialmente movilizado- ras de emociones como la indignación y la rabia que fueron ampliamente difundidas buscando calar profundamente en el ima- ginario colectivo e influir en la toma de deci- siones de la población.

No en vano, en el año 2021, en la Se- sión número 46 del Tribunal Permanente de los Pueblos realizado en Colombia, se con- denó al Estado Colombiano por: “Su participación directa e indirecta, por acción y por omisión, en la comisión de un genocidio continuado dirigido a la destrucción parcial del grupo nacional colombiano, que se ha proyec- tado sobre cualquier intento de construcción de espacios políticos que cuestionaran el modelo político imperante de desigualdad social y sobre cualquier intento articulado de protesta y resis- tencia contra los efectos del mismo” (Tribunal Permanente de los Pueblos, 2021).

El concepto de “genocidio continuado” da cuenta de la conjunción de varios meca- nismos y procesos de destrucción y ani- quilamiento del “enemigo” que fueron en- contrando cierta unidad en América Latina desde los años ‘70, una estrategia de control y reordenamiento poblacional que se propi- ció para darle entrada al Neoliberalismo. Es- tos mecanismos incluyen, de manera espe- cial, la captura del relato, de la narrativa de la realidad, de la gestión y construcción de co- nocimiento en virtud de dicho proyecto he- gemónico, no dejando posibilidades a otras voces, a otras formas. Así, se va perdiendo la vocación crítica de las universidades, que se orientan a responder a las demandas del mercado, excluyendo la reflexión política y el pensamiento crítico de los procesos de formación académica.

Por ejemplo, el modelo neoliberal en Chile inició con la ruptura normativa del país, instaurando una dictadura militar que mediante el terror y el uso excesivo de la fuerza reordenó la sociedad, su pensamien- to. Se persiguió, criminalizó, aniquiló y cate- gorizó la oposición como negativa y digna de ser exterminada. Así fue esa etapa para toda América Latina. Ahora bien, en Colom- bia no se vivió como tal una dictadura, sin embargo, la implementación de las refor- mas neoliberales y esa idea de “desarrollo” instaurada por organismos internacionales sí implicó ajustes acometidos sobre una profusa violencia, una sostenida represión y el exterminio físico y simbólico-narrativo. Los casos del genocidio del partido político de la Unión Patriótica, o del Movimiento A Luchar, el Frente Popular, el Movimiento Cívico del Oriente de Antioquia o de las comunidades arrasadas por el magaproyecto Hidroituango, nos recuerdan que esta práctica genocida, ese constante exterminio, se ha perpetrado durante la historia del país, y sigue ocurriendo a pesar de la firma de un Acuerdo de Paz. En este sentido, podríamos afirmar que se trata de “una anomalía”.

El sistema político colombiano cuenta con un régimen democrático de larga duración aparejado con una sistemática exclusión de los sectores políticos de oposición. Colombia ha sufrido dos “ciclos de represión extermi- nadora”: la violencia de mediados del s. XX, y aquella vivida desde los años 80. Hoy, tras el acuerdo de paz firmado entre el Estado colombiano y las FARC (en 2016) se aviva un nuevo ciclo, lamentablemente. Se ha confi- gurado así, una forma, diríamos, institucio- nalizada de represión política y de extermi- nio dentro de la democracia.

Este proyecto sostenido de extermi- nio ha procurado la transformación de los patrones que configuran la identidad co- lombiana centrando su fuerza aniquiladora contra los pueblos étnicos, indígenas y afro- descendientes, contra identidades políticas como los partidos de oposición y con mayor fuerza contra movimientos sociales y diver- sas manifestaciones de la sociedad civil que se oponen al régimen de poder económico y político, extendiéndose hacia otras espe- cificidades en la construcción de los lazos sociales del pueblo colombiano, como en el caso de la relación con la tierra, el movi- miento campesino o el mundo obrero y sin- dical, de identidades de género, entre otras. El poder instituido e imperante en Colombia, ese grupo de poder, ha delimitado y determinado su idea de “espíritu nacio- nal” que define cuáles son las formas “acep- tables” de vivir y actuar esa nacionalidad y señala otras formas que considera contra- rias, caracterizando a esos otros como “ene- migos absolutos” de la nación (Feierstein, 2012). En el caso de Colombia, lo que pode- mos observar es un conflicto que atravesó al conjunto de los lazos sociales y comuni- tarios, cuya representación tiende a ser reducida a los efectos de un conflicto armado o a la lucha contra el narcotráfico, invisibilizando las consecuencias del terror en la transformación de lazos sociales y los efectos de estas representaciones en cualquier posibilidad de reparación o elaboración de la experiencia de aniquilamiento. Por ello, insistimos en la necesidad de reconocer que el exterminio se genera, también, a través de estrategias simbólicas y psicosociales de captura del relato de realidad que impactan en la construcción de identidades, de formas de emocionar y en la posibilidad de reconocer ciertas situaciones como injustas o legítimas.

¿Es posible superar el conflicto armado en Colombia?

En este contexto, cualquier reflexión en tor- no a la dificultad para cerrar el conflicto ar- mado colombiano y lograr construir una paz estable y duradera, por los múltiples inten- tos fallidos de negociación política, acuer- dos de paz malogrados y un reciclaje de nuevas formas de violencia, debe conducir a dos preguntas que hemos desarrollado en el marco de nuestra investigación: “Barreras psicosociales para la construcción de la paz y la reconciliación en Colombia”. La prime- ra: ¿es el conflicto colombiano un conflicto intratable? La segunda: ¿además de los cla- ros vacíos para transformar las dimensiones estructurales del conflicto armado, existen elementos en la sociedad civil y en la ciuda- danía que configuren un ethos del conflicto que se traduzca en obstáculo y repertorio psicosocial que bloquea desde la subjetivi- dad individual y colectiva la construcción de la paz en Colombia? (Villa et al, 2021).

Estas preguntas las hemos abordado en diferentes momentos y hemos desarro- llado una amplia difusión de nuestro traba- jo desde la Red Interuniversitaria por la Paz (REDIPAZ) y en un trabajo con una red de investigación que se ha centrado en las ba- rreras psicosociales para la construcción de la paz y la reconciliación en Colombia, con la cual hemos realizado ejercicios investi- gativos sobre el tema en varias ciudades de Colombia (Bogotá, Medellín, Cali, Bucara- manga, Armenia, Pereira, Neiva, Palmira y Quibdó).

Para este texto nos centraremos en la forma en que los medios de comu- nicación capturan las narrati- vas de la memoria colectiva, las representaciones sociales so- bre los hechos del conflicto ar- mado y los imaginarios sobre el adversario que construyen ver- siones del conflicto que reifican

Esta creencia se extiende de manera subrepticia, aun- que muchas veces de manera explícita, a toda oposición política al régimen establecido, unificando significantes como terro- rismo, narcotráfico, guerrillas, maldad, caos, destrucción; lo cual, posteriormente, se transfiere a comunismo, marxismo, izquier- da o progresismo, movilización y protesta sociales, tal como expondremos.

En algunas de nuestras investigacio- nes nos encontramos con un discurso ofi- cial monolítico repetido miles de veces por los operadores políticos de la oficialidad: discursos retóricos de la derecha y extre- ma derecha, difundidos por los medios de comunicación, que son replicados en con- versaciones cotidianas en la vida social y familiar (Velásquez et al, 2020). Este discur- so repite como un estribillo que las FARC- EP y las guerrillas han sido los principales causantes de la violencia en Colombia y de todos los males que azotan al país, que sus objetivos y acciones son perversos por natu- raleza, que son incapaces de un cambio en caso de reinsertarse en la vida civil. Lo cual, les va configurando un estatuto de deshu- manización que niega los mínimos de dig- nidad, cerrando posibilidades a su discurso, devaluando sus objetivos y su dimensión política. Al mismo tiempo, se minimiza, o, incluso, borra, la responsabilidad de otros actores frente al devenir del conflicto, particularmente de aquellos sectores políticos y económicos dominantes y de su brazo ar- mado legal o ilegal, lo que sostiene un pro- fundo marco de impunidad que bloquea las posibilidades de transformación real.

La violencia narrativa

En uno de los ejercicios investigativos, Vi- lla, Velásquez, Barrera y Avendaño (2020) afirman que el referido discurso entra en relación con una versión difundida amplia- mente por diversos mecanismos de con- figuración de creencias, representaciones e imaginarios, que niegan la existencia del conflicto armado y definen el problema del país como ‘amenaza terrorista’, simplifican- do toda su complejidad. De hecho, este es el significante más utilizado por estos sec- tores políticos y replicado por los medios de comunicación. Al satanizar y convertir en la figura misma del mal a la insurgen- cia armada -en un plano que toca incluso lo religioso- se niega su humanidad y dimen- sión política, imposibilitando escenarios de negociación del conflicto, de acuerdo con el entendido de que sólo es posible derrotar y eliminar esta “amenaza”.

En esta misma lógica, que legitima la derrota y elimina- ción del ‘enemigo absoluto’, se justifica el paramilitarismo como mal menor, como legítidado que, a pesar de sus ‘crímenes’, éste ‘proporciona seguridad’. Ello conduce al encubrimiento de este proyecto militar y político contrainsurgente, tal como puede inferirse de lo que los participantes en varias de nuestras investigaciones y otras referidas, enuncian.

La lógica discursiva se profundiza en la narrativa del héroe que ‘se sacrifica, cuida, protege y ofrece seguridad’, que minimiza la violencia del Estado cuando es dirigida contra la población civil, obviando la protec- ción de los derechos humanos y el respeto a la vida. Los medios de comunica- ción construyen y reproducen los marcos de significado domi- nantes, puesto que responden a poderes que determinan los términos de aparición o desa- parición de ciertos hechos, crean- do, incluso, pruebas falsas que hacen que la conclusión emerja como verdadera. Como en las Fake News, donde resulta imposible evadirse del marco/engaño, se ejerce una especie de ‘psicagogia’ puesto que se mol- dean modos de ser, formas de vida, el trato con otros y la producción de subjetividad; generándose imaginarios del enemigo y polarización.

Esto, en un contexto donde los medios de comunicación se parcializan y rom- pen todas las formas de ética periodística (Levendusky, 2013) y donde los periodistas deciden el sentido y significado de ciertos hechos de violencia, definiendo y delimitando cuándo la acción de un grupo armado es importante y válida, o cuándo es condenable y repudiable.

 En este caso, tal como Gallo y otros autores afirman (Gallo et al, 2018), se trata de un discurso que normaliza el patrio- tismo y lo identifica con la lucha contrain- surgente que compele a la toma de parti- do, al apoyo de un bando del conflicto, y a la descalificación de posturas políticas adver- sas al régimen, generado desconfianza, res- quemor, e, incluso, rechazo hacia quienes asumen una posición crítica en relación con el gobierno o las Fuerzas Militares.

El nivel de degradación es tal, que lleva a la legitimación, exaltación y cele- bración de la muerte de los adversarios. De este modo, se conduce a un sector de la población a la absolutización del ‘terro- rismo’ como único problema del país, aso- ciándolo a un solo actor del conflicto. No en vano, es posible afirmar que el discurso de la seguridad democrática se configura de esta manera, trayendo consigo una fuerte polarización, en una lógica amigo/enemi- go que posibilitaba al poder establecido un cierto nivel de control sobre los escenarios y movimientos adversos al gobierno. En este mismo sentido, el gobierno colombiano del presidente Iván Duque, constituyó un discurso del ‘peligro’ frente a lo diferente, que afectaba, incluso, a quienes hemos res- paldado el acuerdo de paz entre el Estado Colombiano y las FARC y seguimos propul- sando por una salida política y negociada al conflicto armado, a través de la negociación con todas las insurgencias y el desarrollo de una política pública que transforme la vio- lencia estructural, la exclusión y la injusticia social histórica en este país.

Medios de configuración para la construcción de barreras psicosociales para la paz y la reconciliación 

Nuestra investigación fue mostrando que los ciudadanos del común, participantes en las entrevistas, les otorgaban a los medios de comunicación su confianza y credibilidad, aceptándolos acríticamente, suponiéndoles confiabilidad y verdad en la transmisión de información. Pocas veces se preguntaban por el origen y la intencionalidad de la for- ma como se transmite, ni quienes son los propietarios de los medios, ni sus relacio- nes con gobierno y Estado. De esta manera, comenzamos a atender a su impacto en la configuración de repertorios psicosociales, como las narrativas de memoria colectiva, las creencias sociales y las orientaciones emocionales colectivas. En esta lógica, y en términos de las narrativas de la memoria co- lectiva y las representaciones sociales de la historia, se han resaltado ciertos hechos co- metidos por las guerrillas, generando mayor exposición y énfasis con el objetivo de des- legitimarlas como adversario (Bar-Tal, 2003, 2013), y, a su vez, emociones colectivas de re- pudio, rabia y odio en una orientación emo- cional colectiva que bloquea la empatía, la compresión de sus objetivos y su humani- zación. Esto trae consigo una mayor recor- dación de algunos hechos emblemáticos o acciones que han desarrollado los grupos guerrilleros, fáciles de evocar y que pueden ser nombrados con cierto tipo de detalle o pueden producir calificativos que definen y esencializan a dicho actor.

La investigación también fue mostrando como estos sectores de la sociedad que se han identificado con el discurso ofi- cial terminan por construir creencias, con- figuradas a partir de los medios comuni- cación, que son favorables al Gobierno de turno y desfavorables para la oposición.

Estas creencias engloban en una misma categoría izquierda/comunismo y la diversidad de movimientos sociales (Barreto et al., 2012; Cárdenas, 2015); por lo que tendríamos que preguntarnos: ¿por qué en este país, decir “izquierda” significa aeñalar la encarnación del mal, el desorden social, la desestabilización económica y política? ¿Por qué se iguala con subversión armada, caos, desorden, terrorismo? ¿Por qué oponerse a un orden social injusto es definido como delictivo?

En el trabajo de Villa, Velásquez, Res- trepo e Insuasty (2002) nos encontramos con un ‘leitmotiv’ discursivo que pone en el mismo plano la protesta social con el enemigo absoluto, representado simbóli- camente en la imagen de las guerrillas y la justificación de la violencia perpetrada por entes estatales (policía, ESMAD) ante la mo- vilización social. Este ‘leitmotiv’ conecta tres significantes: narcotráfico-terrorismo-gue- rrilla. El primero (narcotráfico), se vincula con “ambición”, de manera que se puede pensar, por ejemplo, que es más inhumano quien tiene una intención asociada a estas orientaciones emocionales que quien no la tiene.

El segundo significante (terrorismo) aparece asociado con significados como “sangre fría” o “barbarie”, lo que evoca la imagen de personajes llenos de avaricia y ambición, que no tienen “escrúpulos”. Son “crueles”, capaces de ejecutar cualquier acto que implique dañar a otros, destruir, matar, producir sufrimiento y dolor a cual- quier precio, finalmente, el tercer signifi- cante (guerrillas), se vincula con “rebeldía”, “romper leyes y normas” y con “comunis- mo”; el cual, se asocia en los relatos de al- gunos participantes con “caos” y “pobreza” de acuerdo con una lógica en la que estos actores buscarían solamente el poder para enriquecerse, dominar a la población y de- jarla en la miseria.

Una narrativa maestra (Bar-Tal, 2003; Jelin, 2014), que descalifica y deslegitima cualquier objetivo positivo de orden políti- co, endilga toda la posibilidad del mal y la destrucción en este grupo y desvía la “luz” y la “reflexión” sobre el papel histórico de las élites en el poder: tanto en lo que se refie- re a la generación de violencia estructural, desigualdad y corrupción, como en lo que se refiere a la contribución al mismo conflic- to armado, al hacer uso tanto de la fuerza le- gal -Fuerzas Armadas- como en el proyecto paramilitar; mismo que, a pesar de las cifras y los hechos, no es considerado por los y los participantes de nuestras investigaciones, ni siquiera de cerca, como un actor similar a la insurgencia. Por el contrario, es minimi- zado, tanto en el reconocimiento de los he- chos que ejecuta, como en las responsabili- dades que se le atribuye.

Esta naturalización de los responsables instala un olvido conveniente y un pac- to denegativo (Feierstein, 2012) en la mayoría de la sociedad. Esto genera un mar- co representacional y de memo- ria colectiva funcional para el mantenimiento del orden social y del conflicto armado, desde un uso literal de la memoria (To- dorov, 1995) que no solo repro- duce la violencia, obstaculiza la salida negociada al conflicto y actúa como barrera psicosocial porque cuando se extienden y se vinculan estos calificativos con ‘oposición política’, ‘izquier- da democrática’ y ‘movimientos sociales’, se termina estigmatizando, bloqueando y per- siguiendo cualquier alternativa de orden so- cial y político que contraponga al régimen oficial, lo que lleva a reprimir y criminalizar acciones democráticas legítimas como la oposición y la protesta social.

Lo grave de esta construcción de re- presentaciones, creencias y narrativas de memoria es que, cuando el Estado atenta contra la vida y la integridad de los mani- festantes, o cuando se reprime, golpea y se hace violencia a la oposición política de iz- quierda, muchos sectores de la sociedad no sólo lo aceptan y legitiman (Villa et al, 2020), sino que lo respaldan, favoreciendo un cli- ma de impunidad, que termina por servir a quienes defienden la lucha armada, para justificarla.
Así pues, en su inmensa mayoría, son los medios quienes orientan el conocimien- to y la forma de comprender las circuns- tancias y hechos en el marco del conflicto colombiano, con lo cual, lo que se puede es- perar de las creencias, representaciones so- ciales, narrativas de memoria e imaginarios construidos por vastos sectores de la pobla- ción es que estén alineadas con el discurso promovido por estos medios. Este discurso, el oficial, es, a su vez, movilizado desde las élites en el poder para ser, posteriormente, reproducido en una escuela (sobre todo pri- maria y secundaria) cuyas limitaciones para generar procesos pedagógicos alternati- vos son constituidas por la propia crimina- lización, señalamiento y persecución antes descritas. De esta manera, las fuentes alternativas y críticas a la historia y a la construc- ción de otras representaciones, imaginarios y otras memorias colectivas, que incluyan todas las voces, dejan de existir.

En realidad, siendo más específicos, una memoria, son formas del olvido a partir de pactos denegativos que obturan la posibilidad de nombrar, reconocer, profundizar, estudiar y develar, no sólo los hechos violatorios de los derechos humanos, los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por la Fuerza Pública y los grupos paramilitares, sino -y sobre todo- los hilos del poder político, económico y social que subyacen y que per- petúan el control del Estado y los recursos económicos del país, deslegitimando todo movimiento social o político que pretenda hacer frente a este ejercicio de dominación y exclusión. De esta manera, se logra un ali- neamiento de varios sectores de la sociedad, de la gente del común, a estas prácticas y discursos, aún a costa de sus propias nece- sidades e intereses. Como colofón de esta práctica está, por ejemplo, la exclusión de la cátedra de historia en la enseñanza básica y media desde el año 1993 (Villa y Barrera, 2017, 2021).

El recuerdo y el trauma elegidos. De la construcción funcional de la memoria 

En esta narrativa que se construye, algunos hechos se van constituyendo como ‘traumas elegidos’ que la gente en la cotidianidad re- cuerda fácilmente. Son temas de conversa- ción cotidiana, que pueden ser evocados de forma inmediata, propiciando emociones colectivas basadas en el odio y el repudio del actor que se ha definido como enemi- go absoluto; lo cual, normaliza una respues- ta represiva y violenta contra el hilo signifi- cante esgrimido que liga a ‘terrorismo’ con ‘insurgencia’, a ‘insurgencia’ con ‘izquierda y oposición’ y, finalmente, también con ‘mo- vilización y protesta social’. Esto cierra puer- tas a procesos de democracia participativa, puesto que se logra ganar la mente y el co- razón de una parte de la población, a través de una identificación con las fuerzas que representarían al bando de “los buenos”, los ‘héroes de la patria’ -quienes tendrían la au- torización moral para eliminar o exterminar a un adversario que se ha ido amplificando a toda posición que ponga en cuestión el regimen establecido.

Para sostener estas representaciones, el énfasis sobre ciertos hechos o trau- mas elegidos se combina con el silencio mediático (absoluto o relativo) sobre aque- llos cometidos por otros actores, como los paramilitares y las Fuerzas Armadas; de tal manera que se promueve el olvido por par- te de la sociedad. Un olvido “conveniente”, que genera toda una estructura simbólica funcional a la impunidad. En otro estudio, encontramos que los hechos que cristalizan con mayor fuerza en la memoria de los co- lombianos participantes en la investigación (Paéz et al., 2016) son El Bogotazo1, la Masacre de Bojayá2, el Atentado al Club El Nogal3, la Toma del Palacio de Justicia4, hechos aso- ciados al narcotráfico y la Operación Orión5 (Velásquez et al, 2022), y en su mayoría se le atribuye a la insurgencia armada la respon- sabilidad en los mismos, adornando los re- latos para desresponsabilizar al Estado de la violencia que vive el país y como actor participante.

Dicha desresponsabilización se enmarca en una de las funciones que cumple la historia oficial, al buscar una identificación con el relato hegemónico en torno a discur- sos de unanimidad ligados a la “patria” en el intento de configurar una identidad nacio- nal (Villa y Barrera, 2017), anclándose a una forma particular del recuerdo que, a su vez, crea pactos denegativos cuya característica fundamental consiste, no en que los hechos se olvidan o se desconocen, sino que, cono- ciéndose, se decide ignorarlos y no darles la relevancia e importancia que tienen, hacien- do ‘como si’ no hubiesen existido, tal como se ha evidenciado en nuestra investigación con los hechos atribuidos, incluso con sen- tencias judiciales, a paramilitares o Fuerza Pública (Masacres de El Salado, Mapiripán, El Aro y la Granja, cometidas por grupos pa- ramilitares; o Masacres de Jamundí, la Galle- ta o Villatina, cometidos por la Fuerza Públi- ca).

Es así como la asociación de la insur- gencia armada con el narcotráfico y el te- rrorismo -más allá de que las insurgencias en Colombia hayan acudido a estos medios, nada justificables de lucha armada- permi- te la generalización sobre los actos cometi- dos por este actor como atroces y, por ende, las representaciones e imaginarios que sur- gen de hechos como la Masacre de Boja- yá, el atentado al Club El Nogal o la Toma del Palacio de Justicia y otros atribuidos a las guerrillas, se imponen como barreras para la paz en la memoria colectiva, exone- rando incluso a otros actores que en estos hechos también tuvieron niveles de responsabilidad en su desenlace fatal, desde una perspectiva simplista y moralista que no da cabida a otras formas de entender el entra- mado estructural.

Lo anterior termina configurando lo que mencionan diversos autores: la construcción de una memoria victimista de tipo competitivo (Martín Beristain, 2021), relatos simplistas, absolutistas, indiferenciados o naturalizados, que denotan no sólo falta de conocimiento, sino la instalación de un discurso estereotipado que se difunde desde sectores de poder. Al mismo tiempo, como se anotaba anteriormente, se producen pactos denegativos y repertorios del olvido, porque los hechos cometidos por paramilitares y Fuerza Pública, terminan siendo poco recordados, confundidos u olvidados. Esto es, existen representaciones vagas, no hay narrativas, ni un conocimiento de los actores responsables.

Nótese que, dentro de la larga histo- ria de violaciones a los derechos humanos, crímenes de guerra y de lesa humanidad, masacres y demás actos contra la población civil en el marco del conflicto armado, cuan- do constituyen actos responsabilidad de la Fuerza Pública y del proyecto paramilitar, la memoria pareciera quedarse en un vacío mnémico producto de ese pacto denega- tivo promovido y alentado desde el poder y los usos de los medios de comunicación. No se configura una imagen, no hay relato, y sí un vacío discursivo que denota la instalación y proliferación de Políticas de olvido, aun cuando esto no es explícito en ningún discurso oficial.

La construcción del “único responsable”

De este modo, se constituye una concepción de la existencia de un único culpable (ene- migo absoluto) con base en la identificación con las narrativas del grupo salvador y con las formas en las que éste reproduce su ver- sión de forma reiterativa por los medios de comunicación; lo que permite comprender la adherencia de sectores de la sociedad ci- vil, ya mencionados, a estas narrativas he- gemónicas y representaciones sociales que contribuyen en mayor medida a la creación de barreras para la paz.

En este ejercicio investigativo del que venimos hablando, al preguntar por más de 25 hechos acaecidos en el marco del conflic- to armado colombiano, encontramos que la mayoría, el 63%, eran atribuidos por las per- sonas participantes a las FARC o al genérico ‘guerrilla’, incluso en aquellos casos en que las acciones fueron ejecutadas exclusiva- mente por grupos paramilitares y Fuerzas Militares. Así pues, el 55% de los hechos eje- cutados por los paramilitares, fueron atri- buidos a la guerrilla y más del 70% de los hechos responsabilidad de la Fuerza Pública fueron atribuidos a insurgencia armada. Teniendo en cuenta que la atribución de responsabilidad para el Estado y las Fuerzas Militares, en todos los hechos mencionados, era de sólo el 4%, mientras que la atribución a los paramilitares de sólo el 19%.

El problema no es trivial. Atribuir la responsabilidad de la mayoría de los hechos históricos del conflicto armado a uno de sus actores (la guerrillas), aunque sea por supo- sición e incluso en aquellos casos en que no se recuerda nada, da cuenta de cómo desde el relato oficial se ha construido una repre- sentación sobre quién es el culpable y, por consiguiente, el enemigo. No se recuerda el hecho, ni las circunstancias, ni los actores responsables, pero a la hora de atribuir un responsable, de forma inmediata y no re- flexiva, espontánea y sin rodeos, de forma contundente y más allá del azar, se atribuye a la insurgencia armada (FARC, ELN, M-19 y guerrillas en general). Así pues, la forma como se construyen estas narrativas y re- presentaciones de la memoria colectiva son dispositivos que posibilitan una perspectiva victimista de la historia, una construcción de un endogrupo que es el afectado por ese actor y reclama la legitimidad de la respues- ta, violenta y desresponsabilizada, en contra del proceso mismo de paz. 

Un asunto significativo tiene que ver con los denominados Falsos Positivos6 o ejecuciones extrajudiciales, y otras acciones violentas cometidas por el ejército, tal como se va evidenciando gracias a diversas inves- tigaciones independientes e incluso declaraciones de exintegrantes de la misma fuer- za pública y en especial al trabajo realizado por la Justicia Especial para la Paz (JEP) que dio a conocer la cifra parcial de 6.402 vícti- mas de Falsos Positivos (León, 2021). Frente a esta violación sistemática de los derechos humanos, la responsabilidad del Ejército y de ciertos actores del Estado no es recono- cida por una parte de la población, lo que dificulta comprender la complejidad de la situación, generándose visiones maniqueas que no aportan a la transformación, sino que refuerzan la intratabilidad, en un esce- nario simbólico que invita a reconocer a “los más malos”.

Nótese la concepción que tienen los participantes de nuestra investigación so- bre las FARC: desde ser concebidos como “buenos” -o como “un grupo que luchaba por el pueblo”-, hasta serlo como un actor que “se desvió del camino y se dejó corromper” por la ambición de poder y el lucro que implicaba el negocio del Narcotráfico (Villa y Barrera, 2021). Esta lectura, que aportaría a la victoria del “No” a los acuerdos de paz en el plebiscito celebrado en el 2016, adicional- mente, hace posible perpetuar su deficiente implementación, lo que ciertos sectores po- derosos, promotores de la lógica de la gue- rra, celebran apuntando que el acuerdo al- canzado se está “haciendo trizas”, tal como difundió en la campaña electoral el partido de gobierno (ahora en la oposición).

Esta narrativa deviene una barrera, al concebir a las FARC como los únicos victi- marios. De esta forma, la sociedad termina siendo una víctima que asume un reclamo hacia ese único victimario, al que califica como “terrorista”, “perverso”, “demoníaco”, que atenta contra la seguridad y estabilidad por su propio interés (Bar-Tal, 2018; Nasie et al., 2014). Esta tendencia es riesgosa en el medida en que invisibiliza las acciones de otros actores, desdibujando la complejidad del conflicto armado, e, incluso naturalizan- do el conflicto y no cuestionando lo que su- cede, lo que termina por convertirse en se- rias barreras para la construcción de la paz y la reconciliación en Colombia.

Conclusiones parciales

Se observa cómo los medios de comunica- ción, a partir de los intereses de ciertos sec- tores dominantes, aportan a la configura- ción de un escenario simbólico y narrativo que captura el relato de realidad y presen- ta unas y no otras versiones de las historia, de las causas del conflicto armado y de sus responsables; las cuales, se sostienen en ló- gica de enemigo absoluto, favoreciéndose el silencio y la invisibilización de la respon- sabilidad de otros actores y alimentado un contexto de impunidad.

La idea de enemigo absoluto resul- ta rígida; sin embargo, puede alongarse al punto de incluir dentro de esta categoría una amplia gama de actores contrasisté- micos. No solo a las insurgencias armadas o guerrillas, sino también a cualquier otro personaje o sector que cuestione el orden hegemónico.

Con esto, se legitima socialmente un mismo tratamiento, la eliminación o exterminio, que se soporta sobre una fuerte base simbólica.

Para revertir esta lógica es necesario desarrollar, a través de la educación, la academia y los medios de comunicación, no solamente una postura ética, sino también acometer una democratización de la información que le dé valor a los medios alternativos. 

Esto dado que los medios hegemónicos, al estar vinculados a las élites en el poder, se limitan a reprodu- cir la historia oficial o las versiones que fa- vorecen la interpretación histórica de estas élites, constituyendo una mirada sesgada, estereotipada, simplista y conveniente a los intereses de éstas. La configuración de es- tas formas de memoria y olvido colectivo genera una barrera psicosocial para la paz, la reconciliación y la democracia, que sólo puede ser rota cuando las voces de las vícti- mas, el dolor no competitivo y la identifica- ción de todos los actores del conflicto como responsables, sea parte integral del relato y del recuerdo.

De otro lado, esa es la tarea que esta sociedad requiere de la comisión de la ver- dad y de la JEP; ya que, en definitiva, es clave comprender que no suelen haber solo buenos y malos en la guerra, y que nuestra tarea ética y política fundamental es superar la violencia como una forma normalizada de ejercer la política y de resolver los conflictos sociales, históricos y económicos que nos agobian como nación, al tiempo que superar la violencia estructural, esencia del conflicto colombiano.

Para poder lograrlo, Butler (2017) pro- pone la necesidad de desafiar a los medios de comunicación dominantes para que su visión hegemónica y homogenizante sea confrontada. 

Las Instituciones Universitarias tienen allí una gran responsabilidad: propiciar el ejercicio de una academia comprometi- da, ética, transformadora y liberadora es un tema profundo que no ha sido asumido en su real dimensión. En esencia, se trata de circular otros relatos, otras versiones, otras experiencias, otras narrativas que permi- tan reconocer todos los tipos de vida y que todos y todas, los que hemos sufrido esta guerra, podamos ser objeto de duelo. Ello requiere que las posiciones políticas alter- nativas, críticas, de izquierda y no afines al poder de turno puedan tener espacios pro- porcionales de difusión, con un tratamiento equitativo, libre de prejuicios, estereotipos, sin miedo y sin odio. Quizás esta sea la úni- ca forma de desafiar las lógicas de la guerra, el autoritarismo y las lógicas fascistas que tienden a circular cada vez más en América Latina y en Colombia.

Es necesario confrontar discursos monolíticos, cerrados, centrados en ideas como el patriotismo, lo homogéneo o la pre- servación del orden al objeto de lograr, por fin, un país incluyente, en paz, democrático y equitativo que haga dignos de vivir a sus hijos e hijas.

Notas:

1 Hecho asociado al asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, que se suele indicar como el inicio del período de la guerra civil no declarada, en la década de los 50, conocida como la ‘Violencia’.
2 En un combate entre las FARC-EP y los paramilitares, el primer grupo envió una bomba artesanal en un cilin- dro de gas doméstico, que estalló en la iglesia del municipio, donde se refugiaba la población con un saldo de 79 muertos y más de 100 heridos.
3 Atentado con carro bomba en el principal club de la Capital, donde se reunía la alta burguesía y agentes del gobierno con comandantes paramilitares.
4 Operación del grupo guerrillero M-19 en el año de 1985, que tuvo una retoma por parte de las Fuerzas Milita- res, que tuvo como saldo la destrucción del palacio, los archivos de justicia y de la mayoría de sus ocupantes.
5 Operación ordenada en la comuna 13 de la ciudad de Medellín, que implicó una acción militar de gran escala, en la segunda ciudad del país, con un saldo indeterminado de muertos y desaparecidos, y con el apoyo de grupos paramilitares.

6 Se trata de asesinatos, por parte del ejército y la Fuerza Pública, a civiles que son disfrazados de guerrilleros para mostrar resultados operativos en la lucha contra la insurgencia.

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